En un reciente anuncio de TV, el envidioso presidente
de una gran empresa se dedica a reventar las ruedas, navaja en mano, del vehículo
propiedad de su director general. Según la voz en off que explica la historia, un
director general nunca debe comprarse un coche mejor que el del presidente y así la
lección moral enseña, por este orden, cuáles son los modales y estilo del presidente de
una gran empresa, el destino de las propiedades de quienes no respetan la jerarquía de
los signos externos y lo fácil que es fastidiar al prójimo, acallando las frustraciones
como desde antiguo, con una buena arma blanca. El anuncio me provoca escalofríos, aparte
del efecto didáctico y de emulación que pueda tener, por la sencillez y dureza con que
la historia se cuenta, en apenas 20 segundos. La misma casa comercial, nos obsequia con
otros anuncios de categoría similar. En uno, son ridiculizadas distintas naciones con
imperios automovilísticos, a través del sueño robado de sus ingenieros dicen, sin que
lleguemos a conocer el rostro de los genios causantes del bochorno ajeno. En otro, unos
sufridos abuelos en un coche también anciano, soportan con irritación contenida a unos
escandalosos nietos, mientras desde un moderno coche todo comodidad y lujo, los padres de
las criaturas, guapos y sonrientes, llaman por un teléfono móvil a los abuelos, más por
sadismo que por otra cosa, mientras se dirigen a un hotel, solos y felices, a hacer uso el
matrimonio o cosa similar. Todo ello gracias al vehículo en cuestión, por supuesto.
Son sólo tres ejemplos de una marca ejemplo. Hay más casos y muchas
más empresas, desde luego, que realizan una publicidad que penetra de lleno en el mal
gusto y parece regodearse en el mensaje de que disfrutar pasa obligatoriamente, además de
adquirir sus productos, porque alguien se fastidie a nuestra costa.
Ignoro los estudios previos y posteriores que se habrán realizado por
parte de los responsables de marketing de la casa en cuestión o de las agencias de
publicidad para determinar que esos eran más que buenos anuncios y perfectamente
indicados para su producto y público objetivo. Desde luego que todos los gustos son a
priori respetables, sobre todo los gustos del mercado, faltaría más, pero parece
evidente que este tipo de anuncios va en contra de un conjunto de ideas y sentimientos que
mayoritariamente todos compartimos, porque son la base de nuestra libertad y nuestro
bienestar.
Este tipo de publicidad, en todo caso, no es peor que aquella que se
vale de nuestros mejores deseos. Podemos ver anuncios o acciones publicitarias muy o poco
camufladas, que no dudan en manipular la realidad, el lenguaje, las necesidades, las
esperanzas y hasta nuestro futuro, con el único objetivo de aumentar sus ventas la
próxima semana. Algunas marcas realizan una táctica de demagogía despiadada: es lo
que se lleva este año, o es lo que les gusta a los jóvenes afirman los
responsables- mientras se quitan de encima los restos de casquería de su último spot.
Y así se extiende este uso reiterado del mal gusto hasta la
publicidad que explota o incluso alimenta, los más vulgares tópicos del culto a la
violencia, el sexismo, el racismo o cualquier otra maldición humana de manera más o
menos encubierta o subliminal.
Esa publicidad transgresora, como hace años aquella marca italiana de
ropa que utilizaba a enfermos terminales reales, busca llamar la atención en medio de un
clmor cada vez más ensordecedor en los medios publicitarios y en los que cada vez resulta
más difícil hacerse oir. No es sólo que los medios estén cada vez más saturados, que
lo están, sino que la multiplicación de vías y medios por los cuales el presunto
consumidor es alcanzado se están ampliando de tal manera que ya no es suficiente estar
allí para que le vean a uno, sino que empieza a ser indispensable ponerse a dar codazos
para hacerse algo de sitio.
Evidentemente, no es cosa que sólo afecte a la publicidad. Hay tele
basura, radio basura, prensa basura o la basura de Internet, por ponernos en plan moderno.
La publicidad es un mensaje más que viaja junto a otros muchos en un medio determinado.
En este sentido, aunque no sea consuelo para los profesionales, la publicidad no es peor
mensaje que cualquier otro. Pero ya diog, no es consuelo.
Se sabe desde antiguo, por mucho que los listillos practiquen lo
contrario, que el fin nunca justifica los medios. En comunicación, donde existe el axioma
de que medios y mensaje son la misma cosa, debería respetarse con más razón esta vieja
regla, tanto por motivos puramente éticos como por cuestiones de simple eficacia y
rentabilidad. Y aunque el motivo sea doble y eso es bueno, también deberíamos pensar si
se puede anteponer, en algún caso, la práctica de la rentabilidad a la de la ética.
Poco hay que decir del aspecto legal, dando por hecho que hay quien
vela por el cumplimiento efectivo de las leyes sobre publicidad. Lo que venimos comentando
está dentro del ámbito estrictamente legal pero no debe dejarnos indiferentes, ni como
consumidores ni mucho menos como ciudadanos. No es un tema que ataña exclusivamente a los
posibles compradores, ya que cualquiera puede verse afectado por la publicidad de
productos a los que ni siquiera tendrá la ocasión de acercarse: porque la publicidad,
como cualquier otro mensaje, produce efectos externos de comunicación en las personas
expuestas.
Sabemos, además, que la importancia del marketing directo va a ser
cada vez mayor y el potencial consumidor va a ser cada vez más conocido y controlado, con
unas técnicas de marketing mucho más amplias y sofisticadas, más
"contundentes", que usarán cualquier medio leal o desleal para llamar la
atención, tal y como lo expuesto al principio de este artículo ha pretendido ilustrar.
Mientras tanto, estas acciones que avanzan imparables por todos los medios por los que
oímos, vemos o nos comunicamos, van ocupando sin que nos demos cuenta nuestra vida
privada, condicionan nuestros deseos, construyen nuestros destinos y limitan nuestro
propio desarrollo personal.
No podemos olvidar, de ninguna manera, que junto a esta publicidad más
o menos lamentable, existen otros modelos de creaciones publicitarias auténticamente
geniales, obras de arte efímeras y maravillosas que, aunque sometidas a su necesidad más
o menos mercenaria, son un ejemplo de utilidad, creatividad, honestidad, belleza,
armonía, ritmo y hasta de solidaridad.
De ahí en apelar a la conciencia de cada uno, en su vertiente de
consumidor responsable que exija una información comercial correcta, veraz y respetuosa,
y también en nuestra actitud como ciudadanos que velemos por la libertad y por la defensa
de un espacio público abierto y plural, en el que podamos desarrollarnos plenamente a
salvo de cualquier tipo de dictadura... incluída la dictadura del mal gusto.
(*) Presidente Comisión de Marketing del COEV |